Por Enrique Arenz
No pensé en Paul Auster cuando planeamos nuestra Navidad de 2015 en Nueva York. Pero las experiencias paranormales existen, y eso es lo que me propongo contar.
Nos tocó la semana más cálida de los últimos cien años, con temperaturas insólitas que fluctuaban entre los diez y veinte grados centígrados, con un par de días lluviosos. Rareza meteorológica que acaso presagió los acontecimientos posteriores.
Nos alojamos en el Hotel Dylan, que está en la calle 41 a media cuadra de la avenida Madison y a pasos de la Estación Central, lo que nos permitió recorrer a pie los mejores lugares de Manhattan.
El 22 de diciembre amaneció con un sol mimoso que invitaba a caminar. Ese día desayunamos temprano y salimos cada cual por su lado: mi esposa, a recorrer comercios para hacer compras; yo, a caminar sin rumbo, para percibir el lado secreto de la Navidad neoyorquina. Quedamos en encontrarnos a las cinco en una bonita Casa de Té de la calle 57, «The Russian tea romm», en donde teníamos una reservación.
Comencé a caminar por la Avenida Madison hacia el Sur, luego doblé a la izquierda por alguna de las calles perpendiculares, tomé por otra de las avenidas, y así seguí zigzagueando sin rumbo, dejándome llevar por mi brújula instintiva.
Leo distraído: Clinton Street…
No reacciono, pero el cartel señalador se pone muy insistente: «¡Eh!, esta calle que estás por cruzar se llama Clinton». ¿Clinton? ¿La calle Clinton? Miro para ver cuál es la avenida por la que vengo caminando. ¡Atlantic avenue! ¡No puede ser!
Fue en ese momento cuando me acordé de Paul Auster: esa era la esquina descripta en su relato El cuento de Navidad de Auggie Wren, sobre cuyo texto se filmó la película Cigarros.
En ese lugar Auggie Wren había tomado una fotografía cada mañana durante doce años, siempre de la misma vista, y se jactaba orgulloso de haber logrado capturar una extravagante secuencia de cuatro mil imágenes que mostraban los sutiles cambios climáticos y de luz que produce la naturaleza con el paso de los días y las estaciones.
Recordé que la tabaquería que atendía Auggie Wren quedaba en la calle Court (Auster vuelve a mencionar esta calle en su novela La noche del oráculo). Un mejicano me orientó: «Ahicito nomás, la que viene, pues».
Y ahí estaba, llamándome con sus grandes letras rojas, la mismísima tabaquería de Auggie Wren.
Entré con el corazón a los barquinazos. Varios clientes esperaban ser atendidos. Me puse a hojear revistas junto al exhibidor mientras observaba fascinado el lugar donde el escritor neoyorquino iba a comprar ciertos puritos holandeses que se vendían sólo allí. El estanquero que ahora atendía detrás del mostrador no era ni parecido al actor Harvey Keitel, que en la película Cigarros personificó a Auggie Wren (cuyo verdadero nombre tampoco era ese). Se trataba de un hombre bastante mayor, de baja estatura y barbita blanca.
No haría ni diez minutos que me encontraba allí cuando veo entrar a un señor alto, canoso, algo encorvado, de aspecto distinguido y de unos setenta años que se dirige sonriente hacia el mostrador. Lo reconozco inmediatamente por sus grandes ojos de ave rapaz que otea un ratón. Ver a Paul Auster en persona me conmocionó, pero no tanto como el hecho de que entrara en la tabaquería justo cuando yo acababa de llegar.
El hombre de barbita alzó las cejas sorprendido, sonrió feliz y salió presuroso de detrás del mostrador para abrazarse con el recién llegado.
-¡Querido Paul, tanto tiempo!
-Años que no vengo a visitarte. He sido ingrato, querido amigo, pero mis viajes, mis compromisos, en fin… ¿Cómo estás?
-Casualmente hoy me acordaba de aquel almuerzo en el Jack’s, cuando te di el argumento para que escribieras ese cuento de Navidad que te había encargado The New York Times.
-Me sacaste de un apuro, pero nunca sabré si lo que me contaste fue real o un invento tuyo.
-¡Fue real, Paul! —dijo el empleado riendo a carcajadas—, aunque para demostrarlo sólo tengo la cámara fotográfica que le birlé a la vieja ciega cuando me confundió con su nieto.
-No te creo, pero no importa. Vine para saludarte por la próxima Navidad y dispuesto a invitarte otra vez, siempre que tengas alguna nueva historia, verdadera o inventada.
-¡Tengo una historia, Paul!
-Ah, pero magnífico. Entonces vamos al mismo bar. Fue en 1990, ¡hace ya veinticinco años! ¿Qué te parece mañana?
-Perfecto.
-Te paso a buscar a las doce.
A esta altura me ensimismé en una vorágine de emociones y acelerados pensamientos: ¿Y si me acerco a Paul Auster y le digo que yo también escribo cuentos de Navidad, aunque a diferencia de él, lo hago todos los años sin que me falten ideas o sucesos extraños que me inspiren? Pero debería aclararle que yo no pienso como él que «son cuentos de hadas para adultos que evocan espantosas efusiones de sensiblería y sentimentalismo hipócrita».
Tendría que decirle (¿lo tomará a mal?) que los cuentos de Navidad son narraciones fantásticas basadas en acontecimientos sobrenaturales que suelen irrumpir en la cotidianeidad de algunas personas sensibles, y que, transformados en literatura, tienen, cuanto menos, el valor de una caricia en las almas de lectores que sufren y sueñan con una realidad menos cruel.
Un silencio repentino me sacó de mi introspección: los dos amigos habían interrumpido su charla y ahora me estaban mirando fijamente.
Entonces recordé un pasaje de El cuento de Navidad de Auggie Wren: ¡El ladronzuelo que se robó varios libros de ese mismo escaparate! No tengo aspecto de latino ni de refugiado musulmán, pero esos cuatro ojos recelosos, sobre todo los saltones del ave rapaz, me cambiaron el color de la piel.
Quizás imaginaron que la historia se repetiría y que yo saldría corriendo llevándome algunas revistas sin pagarlas. No sé qué me pasó, la situación me pareció tan amenazante que me asusté, me sentí un marginal, un desarrapado indefenso, uno de esos vagabundos de la calle a quienes alguna gente desprecia y hasta maltrata. Dejé el ejemplar de The New Yorker que estaba hojeando y me fui aprisa, casi llevándome la puerta por delante.
Si ahora busco en mi memoria, me veo caminar unas cuadras mortificado por la humillación. Lo último que recuerdo es que paré un taxi. Luego, el vacío total. Hasta que aparezco en la casa de té junto a mi mujer.
No le comenté nada a ella, pero le propuse que al otro día fuéramos hasta la tabaquería de Auggie Wren. (Yo necesitaba volver allí). Se entusiasmó porque también recordaba el cuento de Auster y la película Cigarros.
A la mañana siguiente consultamos en el hotel qué autobús nos llevaba hasta la avenida Atlantic y la calle Court. El recepcionista nos miró con extrañeza, consultó un mapa y nos dijo:
—En Manhattan esa dirección no existe. Donde hay una avenida Atlantic que se encuentra con una calle Court, es en Brooklyn. Tienen que cruzar el East River.
No podía creer lo que escuchaba. Yo no había cruzado el río. Nunca salí de Manhattan.
No dije nada. Fuimos a conocer Brooklyn.
Mientras viajábamos pensé en todas estas absurdidades. ¿Habré ido a Brooklyn inconscientemente? Esta conjetura quedó descartada más tarde, cuando releí el cuento en la Argentina y comprobé que Auster sitúa la tabaquería en pleno centro de Brooklyn, detalle que se me había escapado y que por eso mismo yo ignoraba absolutamente cuando deambulé por Manhattan.
Mientras avanzábamos por el puente colgante recordé que todo comenzó cuando en mi paseo errático me topé con una calle Clinton. Es que también hay una calle con ese nombre en el sur de Manhattan.
Cuando llegamos a Brooklyn me esperaba otra sorpresa: la intersección de Atlantic avenue y Court Street no era el lugar donde yo había estado el día anterior, aunque la luz, el bullicio, los semáforos y los señalizadores verdes con letras blancas de ambas arterias parecían ser los mismos. En la esquina donde yo vi la tabaquería, había una sucursal del Bank of America; en otra esquina, el Banco Santander; en la tercera, una farmacia, y en la cuarta, el supermercado Trader Joe’s.
* * *
Hace un par de meses me puse a releer las novelas de Paul Auster con la intención de hallar alguna explicación a lo inexplicable. Y la encontré. En su novela Ciudad de cristal, cierto personaje que duerme en un callejón observa en el cielo, día tras día, los tenues cambios de luces y colores causados por el paso del tiempo. Las descripciones son muy similares a lo que mostraban las fotografías de Auggie Wren. Pero lo revelador no es esta coincidencia temática, sino que Auster haya escrito Ciudad de cristal en 1985, cinco años antes que El cuento de Navidad de Auggie Wren.
Lo cual prueba que quien vive obsesionado por el avance arrollador del tiempo sobre la fragilidad humana es el novelista neoyorquino, no su amigo tabaquero.
Entonces lo supe. Yo no estuve en la tabaquería porque ese comercio nunca existió, como no existieron Auggie Wren ni sus capturas fotográficas, todo fue inventado por Paul Auster para escribir su único cuento de Navidad.
Tardé casi un año en descubrir que aquella brusca experiencia de verme caer desde la altivez a la segregación estuvo cargada de significado moral y simbólico. Yo debía escribir sobre esto. Fue el mensaje de la Navidad, que nos habla de un mundo de paz e igualdad, una advertencia aleccionadora en momentos en que la humanidad, sobre todo la más evolucionada, parece bordear peligrosamente una ciénaga de racismo, xenofobia e intolerancia.
Diciembre 2016.